
Figuras en movimiento
Foto: Valerio Merino
Francisco Sepúlveda Priego
vestir la vida
En su magnífico ensayo “El puño invisible”, Carlos Granés nos narra con enorme lucidez la irrupción de las vanguardias en los albores del siglo XX. Estos movimientos vanguardistas, con la punta de lanza del dadaísmo, proponían una revolución en cuanto a las costumbres y modos de la sociedad europea partiendo de una ruptura con las corrientes artísticas del pasado, con un especial hincapié en las artes plásticas y la literatura.
No creo que se pueda poner en duda la teoría de que todo desafío a lo establecido es positivo siempre que se haga desde el conocimiento y el afán de búsqueda. A veces, tanto en el ámbito artístico como fuera de él, pueden llegar el estancamiento y la temida obsolescencia, y una vuelta de tuerca supone un sano revulsivo siempre que parta del amor hacia la materia a renovar y se realice desde el respeto al tuétano de la misma.
Sin embargo, la irrupción de las vanguardias también trajo consigo la proliferación del advenedizo y la aparición del fraude en las artes, especialmente las plásticas. El miedo al ridículo de la persona poco formada supuso el condimento definitivo para la masiva aparición de pseudoartistas que siempre podían apelar al poco nivel del receptor.
Con ello, la libertad pretendida por los movimientos vanguardistas se convertía en provechoso
libertinaje para los que compraron el carnet de artista en los saldos de la confusión, los que aprovecharon las aguas revueltas y el cambio de ciclo para instaurar la raza de los farsantes del pseudo-arte que hallaban cobijo en la consigna del “todo vale”.
La mezquindad del pseudo-artista es una carga colectiva, ya que un primer intento no llegaría a nada sin el apoyo de mecenas, museos, críticos y comisarios, teniendo como último condimento necesario al espectador que se somete, por miedo a demostrar su falta de conocimiento técnico, a las tramposas premisas que dicte el gurú de turno.
Qué duda cabe de que tendemos a confiar en el criterio de aquellos que consideramos más formados. Pero es una verdad aún más rotunda que el arte es belleza. Y que la belleza es aquello que es inteligible sin explicación.
Las distintas escuelas artísticas pictóricas del siglo XX han requerido en ocasiones un período de adaptación, no sólo para asumir unos nuevos conceptos teóricos en cuanto a la técnica o a la composición sino para, lo que aún es más importante, “educar al ojo”.
Estoy en la convicción de que cualquier receptor con un mínimo de formación puede reconocer la categoría de una obra de nuevo cuño una vez que se ha ido acostumbrando a la contemplación de las obras de las escuelas que le han sido más o menos contemporáneas, al igual que está capacitado para detectar el fiasco por muy bendecido que éste esté por algunas de las
sacrosantas instituciones que llevan un buen puñado de años confundiendo la modernidad con la modernez.
Todas estas reflexiones no nos asaltan al contemplar la
obra de María José Ruiz. Ella nos lo pone fácil: su obra
brilla como una perla en un lodazal.
Y ello por varios motivos: en primer lugar, el clasicismo de su pintura allana el camino al espectador menos
avezado. Hablando en términos de calle, podríamos
decir que la pintura de María José “se entiende” por
todo el mundo. En unos tiempos en que cierto sector
de la crítica (desde la pictórica a la cinematográfica)
ensalza a la obra más encriptada por encima de la más
sencilla (en la mejor acepción del término) por la sola
razón del pavoneo elitista del que se siente en posesión de una verdad de la que supuestamente carece el
espectador no formado, no se me ocurre mejor logro
que el de las representaciones artísticas que, teniendo unas formas y unos mensajes “entendibles” para el
espectador medio, a su vez pasan la prueba del crítico
riguroso que no puede encontrar una pega en cuanto a
los aspectos técnicos o estilísticos.
En segundo lugar, destaca la obra de la Ruiz por su agudeza a la hora de la elección de la temática. Notorio
y sonado fue el episodio del cartel que realizó para la
Feria de Córdoba en que, rompiendo con el tópico de
la mujer vestida de flamenca, se atrevió a la plasmación de la solitaria figura masculina, con el único aditamento de unos jeans, una camisa blanca, un sombrero
cordobés y un catavinos; o, lo que es lo mismo, el uniforme oficial del feriante. Cierto: increíble que a nadie
se le hubiera ocurrido antes. Pero se le ocurrió a ella.
En tercer lugar, la que considero que es su máxima virtud como artista y su seña de identidad: la composición de la obra. Ya presupuesto el dominio técnico y el acierto temático, en la composición de sus pinturas conviven el oficio, la inspiración y la formación.
El oficio se aprecia en la perfecta plasmación, la inspiración en la inteligente puesta en escena y la formación en la introducción de elementos literarios y mitológicos que enriquecen de manera notoria lo que ya de por sí es una obra sobresaliente.
Hace poco tuve el privilegio de visitar su estudio, con el lujo añadido de los apuntes a volapié de boca de la autora ante la contemplación de cada una de las obras en que me detuve. Convivían allí todo tipo de criaturas: desde la absoluta perfección técnica de los bodegones para tiempos de crisis de la serie “Calabazas” hasta la voluptuosidad del estudio de los volúmenes de unas
“Figuras en movimiento” en las que conviven Bacon y Rubens en alegre compaña, pasando por los retratos en los que demuestra una capacidad fuera de serie para la captación del gesto característico, y rematando con lo que pienso que es la parte más representativa de su obra: los lienzos de gran formato.
Tomemos como ejemplo “Blanco roto”. El acertado reflejo del delicado tema de la violencia de género a través de la representación de unas niñas ataviadas con vestidos de novia destila una hiriente crítica hacia lo que han sido los objetivos impuestos a las mujeres de varias generaciones desde edad bien temprana, llegando en ocasiones al resultado de la agresión como fruto, tanto del abuso machista, como de la precipitación para cumplir unas exigencias educacionales cuya asunción era necesaria para la “normalización” de la vida adulta.
Sin entrar en la pasmosa perfección técnica del cuadro y de la sabia elección de un fondo (qué bien decide los fondos la montillana) que potencia y dimensiona las figuras infantiles hasta el punto de quedar fuera de un paisaje concreto para incrustarse directamente en la psique del semblante de las niñas como presentimiento de la inexorabilidad de su destino y la colocación a
sus pies de cinco balas que nos alertan del posible final de ese camino.
He ahí a lo que me refería al señalar que la composición es la parte más destacada del arte de María José. Los colores, la plasmación de los tejidos y de la piel, las transparencias… todo alcanza un excelso nivel técnico. La técnica de María José produce obras perfectas. Pero es la composición lo que las hace geniales.
Si “Blanco roto” provoca en el espectador la sorpresa y la reflexión es en “Metamorfosis barroca” donde María José alcanza, a mi entender, la cima de su talento, sometiendo al espectador a una amalgama de sentimientos encontrados donde tiene cabida la admiración y el desconcierto, el gozo y la desazón.
El modelo de “Metamorfosis barroca”, varón maduro con barba poblada ataviado con vestido blanco y tocado con velo negro, se nos enfrenta con la contundencia de una patada en el estómago que luego deviene en una inquietud que acaba en una paradójica calma.
TODA María José Ruiz está en “Metamorfosis barroca”: la elección del fondo, la textura de los tejidos, los colores, las transparencias, la temática, la inventiva y la prodigiosa composición se dan la mano con una contundencia que no tiene parangón en su obra.
Obvios homenajes a Kafka y al Ribera de “La mujer barbuda” conviven con el guiño bíblico y un aire en el cuadro que, al igual que me sucede con “Blanco roto”, me lleva inmediatamente al Buñuel de “Viridiana” o “Los olvidados”.
La canónica masculinidad de la poblada barba en el maduro rostro se enfrenta en brutal contraste no sólo con los ropajes de mujer, sino con un gesto femenino que transmite tal dignidad que el ridículo nunca hace acto de presencia a pesar del riesgo de la propuesta.
Es una obra de tal entidad e impresión en el ánimo del espectador que hay que verla para creerla y a la que es imposible no dedicarle una contemplación sosegada.
Los artistas eliminan el coyuntural gris de nuestras vidas y nos las visten de colores.
María José no sólo consigue este noble y necesario objetivo, sino que la contemplación de su obra nos invita a la reflexión y a la búsqueda.
En su maravillosa “Manhattan”, el personaje encarnado por Woody Allen aparece en una escena tumbado en el sofá grabando en un magnetófono las razones por las que merece la pena vivir, la mayoría de ellas de índole artística.
Si el genial Allen hubiera conocido la obra de la no menos genial Ruiz hubiera añadido a la lista una razón más.
Córdoba, agosto 2018